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La reciente contramarcha en el aumento de sus precios revive el debate en torno a qué debería ser una petrolera que, si bien tiene mayoría estatal, cotiza el resto de su capital en los mercados bursátiles.

Febrero de 2018. No se habían cumplido dos meses del célebre 28-D, la fecha de “recalibración” de las metas inflacionarias del Gobierno y que, según varios analistas, resultó siendo el principio del fin para el Gobierno de Mauricio Macri.

Mauricio Macri había convocado a su gabinete a una suerte de retiro espiritual en la residencia de Chapadmalal. Un fin de semana de reflexión conjunta, catarsis y debates, en el que cada ministro evaluó qué funcionaba -y, sobre todo, qué todavía no- en sus áreas. Cuando fue el turno de la economía, no se dudó en culpar a los “inconsultos” aumentos de precios de YPF por la inflación.

Al jueves siguiente, el presidente de YPF, Miguel Gutiérrez, sonrió cuando se le preguntó por esa crítica. “Definitivamente, no somos un apéndice del Gobierno”, replicó. “Claramente, no somos la extensión de un ministerio. Cotizamos en la Bolsa: acá y en los Estados Unidos. Tenemos un 49% del accionariado que es privado. El directorio se debe a todos sus accionistas. En nuestra cabeza, está siempre la defensa de ellos. Todos: incluido el 51% del Estado Nacional. No podemos hacer cosas que perjudiquen a nuestros accionistas”, cerró el tema.

La misión y función de YPF fue un tema de debate histórico desde su propia creación, el 3 de junio de 1922. En su libro “El petróleo argentino”, su fundador, Enrique Mosconi, recordó que, cuando Marcelo T. de Alvear lo designó director general de YPF, buscó que, a partir de una empresa con presencia predominante, ya no fuera la invisible mano de mercado la que tomara definiciones en la industria energética, sino el férreo puño del Estado, “para tomar la dirección de nuestro mercado de consumo, llevando los precios a un nivel conveniente y equitativo para los intereses nacionales”, en sus propias palabras.

Prácticamente, un ministerio paralelo con intervención directa en la actividad. Un brazo ejecutor de las políticas energéticas y regulaciones que pudieran definirse en la cartera de turno. Vaca sagrada del ideario nacional, así funcionó durante décadas, en las que la mera insinuación de recortar su privilegiada posición llegó a significar, incluso, el final de los gobiernos que lo intentaron.

No pudo, sin embargo, escapar a la ola privatizadora de los ’90. Pero, en aquel momento, primó la visión de José Estenssoro: una empresa moderna, de gestión profesional, de capital abierto pero control estatal. Un sueño que quedó trunco, tras el accidente aéreo de Pepe, en mayo de 1995. Su sucesor, Roberto Monti, intentó continuar ese legado. Hasta que, una noche de 1999, en la Casa Rosada, Carlos Menem le dio una directiva clara. “Ingeniero, muchas gracias. Pero esto ya está decidido”, cerró el riojano la resistencia que el management hacía de la venta a Repsol del 13,5% -y la acción de oro- que el Estado Nacional conservaba en la petrolera, cuya mayoría accionaria ya cotizaba en Nueva York y Buenos Aires.

“Desafortunadamente, YPF terminó siendo una compañía pública, sujeta a los vaivenes de cualquiera con el dinero suficiente para comprarla”, se sigue lamentando un protagonista de aquella puja. “Repsol terminó haciendo una oferta tal que, para igualarla recomprando acciones, teníamos que hipotecar el futuro de la compañía. Si bien YPF era una petrolera moderna, con estándares internacionales, su punto débil era el acceso al capital: seguía pagando costo argentino”, agrega.

La necesidad tiene cara de hereje. Para los españoles de Repsol, eso significó, a inicios de 2007, aceptar el ingreso de los Eskenazi, “expertos en mercados regulados”, financiarles la adquisición del 25% y, además, cederles el manejo de la compañía. A inicios de esta década, se supo que YPF tenía algo mucho más atractivo que más de la mitad de los combustibles que se producen y comercializan en el país: la llave de Vaca Muerta, una de las formaciones de hidrocarburos no convencionales con más potencial del planeta.

La polémica sobre qué, y para qué, debe ser YPF revivió con fuerza después de aquel 16 de abril de 2012, cuando Axel Kicillof y Roberto Baratta encabezaron la invasión en la torre de Puerto Madero para expulsar a los godos. Cristina Fernández se cuidó mucho de la comparación con Aerolíneas. Defendió “la idea de una YPF absolutamente moderna, competitiva, con gente profesional”, un perfil de conducción “profesionalizado” y prometió que no será “una empresa para becas políticas”. Lo hizo al presentar al expatriado Miguel Galuccio como su nuevo CEO.

El gran truco del Mago fue haber sacado dólares de la galera, cuando su accionista principal estaba en default. La mosca blanca. Firmó acuerdos por Vaca Muerta con compromisos de inversión por u$s 4000 millones y consiguió una cifra similar en el mercado de capitales. Acentuó el perfil profesional de la gestión, cincelado -además- con una fuerte impronta petrolera, recuperando a gente con trayectoria en la industria y en la empresa.

Mauricio Macri reclutó a Gutiérrez para sucederlo. En rigor de verdad, para designarlo presidente y desdoblar la función de CEO, corona que había unificado Galuccio, quien renunció al entender que su ciclo estaba cumplido. Ex CEO de JP Morgan y Telefónica, era un nombre con peso específico propio en el mercado financiero, vital para una empresa que empezaba a ver en su stock de deuda la punta de un iceberg. Con Gutiérrez, YPF también inició un camino de transformación para alejarse del perfil clásico de empresa de Oil & Gas y convertirse en un player energético integral. Un proceso que incluyó la creación de YPF Luz, su sociedad con GE, la expansión hacia renovables y la búsqueda de la innovación, un sendero que cabalgó junto a unicornios como Globant y MercadoLibre, con quienes cerró alianzas estratégicas. “Estamos trabajando en la compañía de los próximos cinco a 10 años”, solía justificar esa transformación, coronada con el lanzamiento de YPF Ventures, incubadora que inyectó fondos en la fabricante estadounidense de monopatines eléctricos Bird.

“YPF debería volver a centrarse en el petróleo y olvidarse de los monopatines”, declaró Sergio Massa, en una gira por los Estados Unidos, antes de las elecciones. Para entonces, en el mercado, era vox pópuli que la petrolera sería ocupada por él, algún hombre suyo o de sus sponsors. Pero, así como Gutiérrez expandió las inversiones hacia nuevos negocios, también se amoldó a su contexto. Juan José Aranguren, ministro de Energía, había decidido que, a partir de octubre de 2017, habría libertad de precios en el mercado interno de combustibles. Desde entonces, YPF actuó en consecuencia.

El gobierno de Alberto Fernández volvió a poner el debate sobre la mesa: ¿una sociedad anónima, cotizante en el exterior, en la que, si bien la Argentina es su controlante, su management debe guiarse por el beneficio de todos sus accionistas? ¿O esa suerte de ministerio sin cartera, alineada 100% con los intereses de la Casa Rosada?

La idea de Guillermo Nielsen es de una YPF que ocupe un lugar central en el desarrollo de Vaca Muerta, más cercana al perfil que tuvo durante la gestión Galuccio. Pero esa ambición de largo plazo ya chocó con las vicisitudes del corto. El último domingo de 2019, una orden de Alberto frenó un aumento de precios, decidido por la doble presión de la suba del barril de petróleo y el pass-through rezagado de la devaluación.

El mercado tomó nota: desde el 30 de diciembre al 7 de enero, la acción de YPF cayó 6,5% en Nueva York.

 

Fuente: Cronista