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Hoy parece un buen día para recoger el guante y darle el gusto a la revista America’s Quaterly (AQ) patrocinada por el Consejo de las Américas, a fin de terciar, sin credenciales de especialista, en el análisis de la nota titulada “¿Puede un peronista beneficiarse (capitalize, en inglés) de la nueva realidad energética argentina?”. Se trata de un ejercicio cuya virtud consistirá en dictaminar el posible valor real del texto, no la santidad o versación política de los autores.

Tradicionalmente la gente del oficio que entiende el porvenir de la nueva realidad energética nacional (leáse del desarrollo de Vaca Muerta y otros yacimientos relevantes), suele manejarse con la idea de que la viabilidad y éxito del proyecto no dependen tanto de los colores del partido que se habrá de instalar en la Casa Rosada, como de la lucidez política y profesional que apliquen en la creación y cumplimiento de sus reglas jurídicas y contractuales. También, del respeto al planteo de las necesidades técnicas y de la tarea de facilitar los componentes económicos del proceso creado para buscar y producir gas y petróleo de origen shale.

Argentina exhibe numerosas secuelas de la impericia con que nacen estos grandes desafíos. A esta altura parece menos prioritario diagnosticar un eventual problema de gobernabilidad de los que suelen aparecer con los ritos de la gestión peronista, que aumentar la cultura profesional y la capacidad de gestión de toda la clase política.

Cualquier observador especializado sabe que el ciclo del presidente Mauricio Macri tampoco logró imponer un modelo integral, consistente y práctico de política energética. Los esfuerzos del Gobierno resultaron insuficientes para atraer a la deseable multitud de inversores extranjeros de alta calidad que se requerían para desarrollar el petróleo y el gas no convencionales. Además, no consiguieron dar solución a los aspectos contractuales de la actividad diaria del sector, entre ellos, la fijación de precios y tarifas razonables de combustibles y biocombustibles o de tarifas balanceadas para el sector eléctrico. Ello implica entender que no hay una realidad meteorológica para peronistas y otra para el liberalismo republicano.

También indica que la cosa no sólo radica en los gustos, prejuicios o preferencias políticas, sino en la capacidad oficial de hacer frente a los modernos requerimientos energéticos. Los especialistas saben que los modelos extranjeros exhiben peligrosas fallas de construcción. Estados Unidos, el generador y difusor de las nuevas tecnologías shale, es el país que durante gran parte de los siglos XX y XXI inmortalizó, por “razones de seguridad nacional”, un cepo selectivo a las exportaciones de energía a lo Guillermo Moreno, de modo nadie puede tirar la primera piedra. Es el mismo cepo que ayuda a entender el nivel de quebranto de los precios domésticos estadounidenses del gas shale, situación que amenaza con la quiebra de muchas de las empresas sectoriales. El bajo nivel de precios surge, justamente, de las restricciones a la exportación.

Los diferentes niveles de precios del gas que rigen en Estados Unidos, Europa y Japón explican por sí mismos la apabullante insensatez de la política energética de Washington, asunto que fue objeto de algunos parches en la era de Barack Obama, y es parte del vacío que impide la existencia de un capitalismo energético global. El precio de la energía tampoco es ajeno a las prácticas anticompetitivas de política comercial, ya que implican subsidios de dudosa legalidad a la producción y las exportaciones de los que están prohibidos por la OMC.

Si ese era el mensaje que intentó pasar la columna publicada en AQ del pasado 20 de noviembre, suscripta por Mark P. Jones, Jim Krane y Francisco Morales, fellows del Centro de Estudios Energéticos de la Universidad Rice (Instituto Baker de Políticas Públicas), es obvio que el texto no hizo blanco.

La columna empieza por reiterar verdades incómodas y poco originales, como destacar que Argentina es un persistente lugar de riesgo para el inversor extranjero del ramo petrolero. Trascartón enumera los frecuentes bandazos de la política nacional, como los pendulares ciclos de liberalismo al populismo y viceversa; la débil aplicación y respeto por los contratos y acuerdos internacionales, lo que incluye ataques al derecho de propiedad; la existencia de endémica corrupción y la condición de violador serial de sus obligaciones en materia de deuda externa. Al recorrer esta síntesis, uno se pregunta si los autores de la nota recuerdan que sus opiniones fueron escritas cuando en la Casa Blanca no despacha la Madre Teresa de Calcuta, sino Donald Trump, cuyo interés por la economía de mercado y la liberalización energética resulta bastante incierto.

Alguien cuyas decisiones geoestratégicas inciden sobre el sector energético, como la infundada renuncia al Plan sobre control de los usos y los instrumentos de la energía nuclear de Irán, que no sólo afectan al equilibrio bélico, sino al uso colectivo del estrecho de Ormuz, crucial para el abastecimiento energético internacional. O las acciones que caracterizan a los operadores e inversores privados del sector, quienes no tienen devoción alguna por la disciplina de sanciones que aplica Washington al hacer negocios directos o indirectos en regiones calientes y voluminosas operaciones con países de incierta amistad con Estados Unidos.

Después de marcar tal escenario, la columna no se inmuta por la contradicción y reconoce que ciertos inversores cambiaron de libreto, dejaron su reticencia inicial y optaron por el criterio de zambullirse en los chapuceros programas con los que nació Vaca Muerta.

Tan inconsistente relato describe cómo los inversores del sector olvidaron de repente las rispideces del escenario antes descripto y materializaron inversiones en el yacimiento que pasaron de unos US$ 3.000 entre 2013 (Gobierno de Cristina Kirchner) a US$ 7.500 millones en 2019 (epílogo del actual Gobierno de Cambiemos: aclaraciones del columnista, no de AQ). En la actualidad, ese ciclo de “infortunio y convivencia con el salvajismo argentino” (ironía de esta columna), permitió que la oferta de gas shale originada en Vaca Muerta alcance a los 36,5 millones de metros cúbicos y la del petróleo generado en el área, a unos 87.000 barriles por día. Paralelamente recuerdan que, a esta altura, el 44% del gas natural que consume Argentina proviene de la explotación del aludido yacimiento (datos que son conocidos en nuestro país).

En la segunda parte el trabajo eleva un poco el nivel. Reconoce que el afán inversor de los últimos años se justifica en el hecho de que ciertos resultados obtenidos en Vaca Muerta fueron más generosos que en el mejor de los pozos que se haya explotado con tecnología shale en Estados Unidos.

Tal realidad induce a los autores a sugerir que, de tenerse en cuenta los requisitos peculiares de la tecnología y los yacimientos shale, el objetivo expuesto por el Presidente electo del país, doctor Alberto Fernández, podría resultar viable si las explotaciones no convencionales y convencionales no se tratan con el mismo e intensivo enfoque de aprovechamiento que existió en las etapas previas. En otras palabras, si no se intenta exprimir al máximo cada pozo de yacimientos shale como hoy se acostumbra con los procesos que se aplican a la explotación de los recursos convencionales. Según el comentario de AQ, el nuevo Gobierno persigue la idea de convertir la producción de petróleo y gas shale en uno de los motores del crecimiento económico, objetivo que sería viable si sus líderes aceptan la noción de respetar los contratos y de usar los enfoques técnico-financieros recomendados.

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Los columnistas sostienen que el irracional agotamiento de pozos que emplearon los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner demandaron seis años en mostrar el error de enfoque que llevó a matar la gallina de los huevos de oro, conducta que terminó con la vida útil de los pozos convencionales, resultados que habrán de emerger con mayor rapidez y serán muy ruinosos si las próximas autoridades repiten la fórmula en las nuevas explotaciones. Tal conducta oficial dicen, estuvieron salpicadas de caprichosas expropiaciones y de intervenciones ajenas a las buenas prácticas empresarias y tecnológicas.

Explican que los pozos convencionales tardan, en general, alrededor de diez años en tornarse improductivos, mientras que en el caso de los explotados con la tecnología shale, el ciclo se agota en pocas semanas y al cabo de dos años se llega a la etapa de declinación final de los pozos. Para atender estas realidades y evitar derrumbes, los pozos shale deben perforarse intensa y constantemente, lo que también supone la constante inyección de capital en los trabajos, hecho que convierte la labor de extracción en un proceso de características industriales. Tal metodología implica un seguro de facto contra las medidas de expropiación e intervención, ya que el Estado se arriesga a crear un desastre si interrumpe los ciclos técnicos que admite el negocio.

La columna termina recordando que las reservas nacionales de gas shale son las segundas del mundo y que, bajo ciertas condiciones, Argentina podría emular a los Estados Unidos en niveles de producción. Sin embargo, los columnistas alegan que en el marco político que acaba de definirse, es dudoso que Vaca Muerta se equipare a Texas de prosperar las ideas y modalidades de poder que ellos prevén en el país. Al hacerlo sostienen que, sólo si el Presidente electo entiende los problemas, minimiza los riesgos y crea un círculo virtuoso, la posibilidad de éxito sería elevada y provocaría el genuino interés de los inversores.

 

Los que podrían evaluar con buen conocimiento técnico y adecuados elementos de juicio estas afirmaciones son, si lo consideran pertinente y novedoso, los especialistas que suele reunir el Comité de Energía que creó y lidera con singular maestría el embajador Jorge Hugo Herrera Vegas en el ámbito del Consejo Argentino de las Relaciones Internacionales (CARI), un grupo que se beneficia del aporte de los ocho exsecretarios de Energía y otras personalidades clave del sector. Es un foro en el cual suelen hablar los que saben.

 

Fuente: El economista