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La localidad llegó a tener 500 habitantes en la segunda mitad del siglo 20.

Pedro Meier tiene 62 años y es el único y último poblador de Quiñihual, Buenos Aires. Esta localidad llegó a tener 500 habitantes en la segunda mitad del siglo 20, según publica el diario La Nación.

La clausura del ramal ferroviario y la tecnificación del agro causaron una menor demanda del empleado rural y con esta, el éxodo de las familias selló la suerte de la localidad donde Meier resiste atendiendo su almacén de ramos generales, que es frecuentado por los últimos y solitarios puesteros de las grandes estancias. “Te acostumbrás a hablar solo, a veces el perro me contesta con un ladrido”, describe sobre su vida en la desolación.

Las casas que antes daban techo a las familias de los puesteros, hoy son taperas. Se ven a cada paso. El pueblo tiene solo tres construcciones, el club y la escuela están cerrados, y sólo sobrevive un señorial almacén de ramos generales.

“Todas las casas fueron demolidas para sembrar, o se las fue llevando el monte”, comenta Pedro, quien atiende el almacén. Frente a su negocio, muy bien conservado, quedaron también los galpones ferroviarios, y la estación cuyo nomenclador está tapado de pastizal.

El almacén es de 1890. La familia de Pedro (alemanes que llegaron desde el Volga) lo compró en 1964. Él tenía siete años cuando tuvo que comenzar a ayudar a su padre. “No daba abasto, había tres personas atendiendo, el pueblo estaba lleno de gente y el tren daba mucho movimiento”, recuerda.

Los campos estaban habitados y los bolseros, que venían del norte y vivían en ranchos al lado de la estación, antes y después de trabajar, entraban al almacén. “Era un trabajo muy pesado, tomaban algunas ginebras, y se iban”, cuenta. El almacén, que tiene nueve habitaciones, las alquilaba para dar hospedaje. Aquí estaba la estafeta postal.

Además del almacén, la familia de Pedro siempre tuvo tambo. A los 10  años, junto a su hermano mayor Marcelo, tenían que ordeñar las vacas. “Nos despertábamos a las tres, 20 vacas cada uno, a las seis teníamos que tener la leche lista para dejarla en el tren”, rememora.

Actualmente, tiene tierras que ha heredado de la familia y unas 100 vacas que pastan en los amplios terrenos del ferrocarril. También algo de huerta, chanchos (que factura y produce los chorizos secos que completan las picadas) y la responsabilidad de ser único ser humano que sostiene su pueblo.

El éxodo

Cuando el tren dejó de pasar, en 1995, el pueblo quedó aislado. “Los pasajes de tren eran muy baratos y muy pocos tenían autos”, sostiene. Las familias comenzaron a vender o alquilar sus tierras, que fueron transformadas en pooles de siembra, los cimientos del pueblo quedaron debajo de la soja. “Recuerdo al último jefe de Estación, yéndose con su familia”, señaló.

El pueblo padeció un éxodo grave, la escuela se quedó sin alumnos. En el año 2000 cerró para nunca más abrir. Y ahí, nadie volvió a vivir. “Muchos exhabitantes tienen miedo de volver y ver todo el pueblo vacío”, afirma.

Quiñihual no es el único pueblo de la región que ha quedado abandonado. D´Orbigny está a 18 kilómetros. Llegó a tener 500 habitantes. “El asfalto nos dejó aislados”, resume Karina Graff, nacida ahí y directora del Jardín de Infantes de la escuela 23 de la localidad.

Su familia

Pedro es vidudo y es padre de dos hijos, quienes viven en Bahía Blanca y Coronel Suárez). Su actual pareja vive en Pigüé (a 100 kilómetros), y  hasta hace unos meses tenía que ir a una loma a buscar señal para llamarla.

La incomunicación es total en Quiñihual porque ninguna compañía ofrece cobertura. Ahora compró un amplificador de señal que instaló en su cocina, es el único lugar de una amplia región donde un teléfono tiene utilidad.

A su vez, su vecino más cercano está a tres kilómetros. Pedro cuenta que todos los fines de semana recibe turistas que se animan a los caminos rurales para conocerlo.

Por las tardes vienen sus clientes fieles. “Hay gente que ha venido acá toda su vida, lo siente una segunda casa, para ellos es muy importante que esté abierto”, comenta.

Un grupo inversor italiano quiso comprarle el almacén para explotarlo como destino gastronómico. “Me ofrecieron tierras, casa y todo lo que quisiera, pero no he vendido, me cuesta irme de acá”, afirma.

Fuente: La voz